1:40, CERCA DEL CLUB DE CABOS…
Eduardo delgado era un tipo muy entrenado físicamente. Seguía una buena
alimentación y hacía ejercicio todos los días de la semana. Lunes, miércoles y
viernes gimnasio, donde realizaba rutinas de fuerza resistencia. Martes, jueves
y sábado atletismo. Ese mismo día había hecho un entrenamiento de intervalos de
media duración: doce por cuatrocientos a ritmo de uno cinco.
Era capaz de recorrer los cien metros lisos en trece con cuarenta y cinco
segundos. No se trataba de un recordman,
pero si alguno podía sobrevivir en aquella situación ese era el. Había
conseguido deshacerse de la veintena de charlis
que le perseguían corriendo con todas sus fuerzas a través de varias
manzanas, y había acabado escondiéndose tras los arbustos del jardín de una
pequeña urbanización para recuperar el aliento. Colocó sus dedos índice y medio
sobre la arteria carótida y se tomó las pulsaciones durante diez segundos. Si
sus cálculos no le fallaban, aún se encontraba a ciento setenta pulsaciones por
minuto. Miró a su alrededor: todo se encontraba en calma. Había conseguido dar
esquinazo a los infectados, “buen trabajo” pensó.
Decidió que no se movería de allí durante el próximo par de minutos, no
sin antes llegar a menos de ciento veinte pulsaciones. Edu sabía de atletismo.
Había echo los deberes y quería reponer sus energías al máximo antes de
realizar el próximo sprint. Vivía en Santa Ana, en la periferia, y no le sonaba
de nada aquella parte de la ciudad. Alguna vez había estado en un bar cerca de
allí con Paolo, pero no sabía como ubicarse. El sitio más seguro donde pensó
que podría encontrar refugio contra los infectados era el Cuartel de la Guardia Civil, y no tenía ni zorra de como llegar
desde su posición. Su plan sería seguir avanzando hasta una zona conocida y
luego ya improvisar para llegar hasta el cuartel.
Un minuto. La fatiga comenzaba a disiparse poco a
poco. Sus músculos ya no estaban rígidos, había entrado en calor, y su mente
–que hasta ahora solo se encontraba ocupada en garantizar su supervivencia-
comenzaba a despejarse. Recordó como Said lo había abandonado sin tratar de
ayudarle. El argelino ni siquiera se molestó por gritar su nombre o en hacerle
alguna seña mientras los charlis lo
rodeaban. “¡Me cago en él! Tantos años pensando que era mi amigo… pero juro que
esto no acabará así. Cuando consiga ponerme a salvo me vengaré por abandonarnos
a Paolo y a mí a las primeras de cambio -diez
segundos-. “Jamás me rendiré… -cinco
segundos- no les daré ese placer…-tres
segundos- sobreviviré. No pueden detener mi escapatoria”.
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En otra vida Edu debió de ser
algún grandísimo hijo de puta. Quizás fuese un asesino, un ladrón, o puede que
político… Siempre había tenido mala suerte en la vida. Esas pequeñas desgracias
que uno dice “eso a mi no me pasaría jamás”, pues eso mismo le ocurría siempre a
Eduardo. Si se iba de viaje de fin de curso, perdía el DNI, si quedaba con una
mujer, le daban plantón, si una pelota volaba fuera de control, le caía a el en
la cabeza, si echaban más queroseno al fuego de una barbacoa, las llamas le
salpicaban encima de la ropa… alguien se lo pasaba en grande a su consta, y
seguro que ahora mismo disfrutaba mucho viéndole huir de los infectados.
Avanzó entre los edificios que lo rodeaban hasta que llegó a un pequeño
terraplén que separaba las viviendas de la autopista. Bajó apresuradamente y
cruzó entre los vehículos abandonados que se dispersaban por toda la carretera
al tiempo que empuñaba su martillo. En los badenes había vehículos
accidentados. La sangre se había coagulado en los espejos mientras que amplios
regueros de sangre salían de su interior y se perdían a los pocos metros. No
quedaba ni un alma viva allí en medio. Los infectados habrían echo su abril con
todos aquellos pobres desgraciados. El muchacho pegó un rebote hacia detrás
cuando una palma de mano golpeó uno de los cristales. Tras el, una mujer
infectada pegaba su rostro hasta más no poder en un intento por echársele
encima. La infectada debió de encerrarse en el coche antes de transformarse,
pues los pestillos aún estaban echados desde el interior. Eduardo pensó que
comparar a esos seres con zombis era una auténtica bobaliconería, pero el señor con el chándal del Betis y esa
muchacha tenían marcas de mordiscos en los antebrazos. Quizás Metadonas y José Luis no estuvieran muy
desencaminados con sus teorías.
Todo eso no hacía más que producirle más ansiedad: ahora no estaba solo
luchando por sobrevivir y que no lo devorasen, sino que tendría que impedir que
lo mordiesen para no acabar como ellos… “Genial, justo lo que me faltaba”.
Finalmente, Edd cruzó los quitamiedos
del otro extremo del carril y se internó en un amplio parking al aire libre. Al
fin sabía donde se encontraba: en los aparcamientos del parque comercial y de ocio Mandarache, un centro comercial
construido hace pocos años al noreste de la ciudad. Disponía de dos plantas. En
la baja tenía comercios de ropa y compañías telefónicas, pequeñas tiendas donde
uno se agobiaría rápidamente cuando se saturaban, mientras que en el piso superior
había una bolera con varios restaurantes a su alrededor, un neocine con más de
ocho salas y los aseos públicos de la instalación.
Eduardo pensó que los aseos serían una buena opción donde esconderse y
tratar de idear un plan para llegar hasta el recinto de la Guardia Civil. Se
encontraba a un kilómetro y medio de su destino y no quería que el azar
diezmase sus oportunidades. Cuando los infectados le persiguieron junto al club
de cabos decidió deshacerse de todo el exceso de carga excepto del martillo.
Ahora echaba en falta la mochila llena de provisiones, ya que podría haber
repuesto fuerzas encerrado en uno de los aseos. Lástima.
El aparcamiento era enorme. Cien metros le separaban de las escaleras
mecánicas cuando dos podridos se cruzaron en su camino por la gran extensión
descubierta. Placó al primero clavando su codo en el esternón de aquella
criatura. Cuando le hundió el hueso notó como el charli se ahogaba. Aún debía de quedarle oxígeno en los pulmones.
Mientras ese muerto se desplomaba el otro se le acercó por el flanco derecho. Edu se posicionó frente a el y hundió el
martillo en su sien, abatiéndolo en el acto. Luego se agachó y golpeó al que
tenía el esternón roto en la cabeza hasta que dejó de moverse. Ya quedaban dos
menos.
Recorrió treinta metros más antes de acabar derrumbándose sobre el suelo.
Golpeó el asfalto con fuerza mientras negaba con la cabeza. Frente a el,
bajando por las escaleras mecánicas, varios infectados descendían del centro mandarache. No podía saber a ciencia
cierta cual era su número en el interior del centro comercial, así que descartó
aquella opción. Debería buscar otro escondite pronto si quería tener
posibilidades.
Se apresuró a salir del parking en dirección al cuartel de la Guardia
Civil, pero no tardó en divisar infectados a lo lejos. Sin darse cuenta acababa
de meterse en una ratonera.
A la derecha del centro comercial encontró junto a una gasolinera de
autoservicio, una mágica y misericordiosa “M” amarillenta alzándose en lo alto.
Nadie le aseguraba que el McAuto fuese a estar abierto y despejado, pero tenía
una corazonada. Algo le decía en su interior que sería un lugar seguro. “Las
luces están apagadas, sin embargo, toda esta manzana mantiene iluminación
eléctrica, así que debe de continuar abierto”.
La puerta estaba cerrada, sin embargo, solo le habían echado el resbalón,
así que golpeó con su hombro repetidas veces hasta que acabó cediendo. En el
interior yacían varios cuerpos sin vida con los sesos desparramados por toda la
zona de recepción, pero no les prestó importancia. Su prioridad era bloquear la
puerta que acababa de romper. Se apresuró tanto en amontonar un cúmulo de sillas
que no pudo escuchar a alguien acercándose por su espalda. No hasta que escuchó
el traquetear de una escopeta recortada que lo encañonaba a escasos centímetros
de la nuca. Un empleado de Mcdonald´s con rasgos sudamericanos se dirigió a el.
- Ya no servimos más por hoy güey.
- ¿Cómo? –Eduardo se encontraba muy confuso mientras se giraba para
observar cara a cara al tipo que le hablaba-.
- El último McMenú me lo estoy comiendo yo. Ahorita baja el arma. Despacio.
- Escucha tío… –respondió mientras depositaba el martillo sin hacer
movimientos bruscos-.
- Yo no soy tu tío pinche webon,
¡y ahora sal de mi establecimiento pendejo!
- Llevo mucho tiempo huyendo de esas cosas… no puedo casi ni respirar, no
puedes obligarme a volver a salir ahí fuera tío…
- ¡Vayace no más! Si lo desea
puedo darle un juguete de Ben10 para su defenza
–aquel tipo golpeó el martillo lejos de Eduardo con una patada- ¿o prefiere un
pequeño pony?
Edu iba a estallar. Si aquel cabrón no tuviera
una escopeta le hubiese pateado el trasero hace ya mucho tiempo. Apretó sus
puños. “Esta pesadilla no va a acabar nunca…”.
- Ya basta Cesar, no seas así. El pobre lo ha debido de pasar mal –una
chica regordeta salió de la cocina. En la placa de su uniforme ponía “Hola, me llamo MARÍA”. Deja que se quede al menos hasta que se
alejen los infectados.
- Haz caso a María, Cesar. Se un buen chico.
- ¡Tu chitón que ya me tienes enchilado!
- Por favor Cesar –la mujer volvió a suplicarle-. Suelta el arma y hablemos
como personas civilizadas.
- ¡Váyanse a la chingada!
¡¿Sabéis lo que voy a hacer? –se acercó hasta apretar el cañón de su arma
contra el pecho de Edd- Voy a matarte
aquí y ahora de un plomazo, y usaré
tus mirruñas para alimentar a los locos.
Iba a disparar. Eduardo sabía que era el o el mejicano, uno de ellos no
pasaría de aquella noche. Cesar tomó aire y pasó a encañonarle a la cabeza. Era
el momento de actuar. Recordó todos los consejos de defensa personal que su
padre le había enseñado cuando era pequeño y todos los matones se metían con
el. Valiéndose de la penumbra en la que se hallaban inmersos consiguió apartar
la recortada de su cara y desviarla a escasos centímetros antes de que se
disparase. El sonido le reventó el oído y la viruta le rozó la mejilla
izquierda, provocándole pequeñas abrasiones en la piel. Embistió a Cesar con la
rodilla a la altura del estómago y saltó rápidamente tras el mostrador de los
trabajadores, esquivando un segundo disparo que impacto en la máquina de los
McFlurry haciendo saltar por los aires litros de helado derretido.
Ese disparo marcó su final. Los charlis
atravesaron la puerta principal a sus espaldas y lo inmovilizaron contra el
suelo antes de que pudiese darse la vuelta. Lo mordieron en el cuello y el
trapecio a la vez que pataleaba como un niño. En cuestión de segundos una de
las bestias centró su vista en Edd mientras
aún masticaba trozos de carne en su boca. Este huyó por la cocina perseguido de
cerca por la criatura, que acababa de saltar sobre mostrador. El chico corrió
hasta la ventanilla número tres de pedidos y la abrió.
Un viejo Ford Orión maqueado se encontraba frente a él. Miró a ambos
lados del pasillo de recogida y no vio ningún vehículo que pudiese cortarle el
paso, ni tampoco infectados a la vista. Era su momento de gloria. Saltó al
exterior y se metió dentro del coche.
- ¡Ayúdame, por favor! –María le había seguido y pesaba demasiado como
para poder trepar por la ventana-.
- Espera –Edd volvió a salir
del vehículo-. Ten, coge mi mano.
- ¡¡Ahhh!
Demasiado tarde para ella. Los infectados la empujaron al interior del
local de comida rápida cuando estaba apunto de conseguirlo y se dieron un
festín con sus carnes.
Edu pisó a fondo el embrague y abandonó el Mcdonald´s mientras se abrochaba
el cinturón. Si aquel coche aguantaba lo suficiente podría huir de la ciudad.
La parte más primigenia de su cerebro le ordenaba que se alejara lo máximo
posible del peligro en vez de atender a razón y llegar al cuartel de la Guardia
Civil.
La rotonda
Ciudad de la Unión avanzaba casi en línea recta juntándose más adelante con
el Paseo Alfonso XIII, a escasos
quinientos metros de la salida a la autovía… Podía saborear la sensación a
libertad en aquel mismo instante, de echo se encontraba tan alienado pensando
en sus cosas que tardó tiempo en detectar el aliento de algo o alguien sobre su
nuca. Cuando volvió en si mismo y miró a través del espejo retrovisor vio a un
cani flacucho rapado en camiseta de tirantes –con el logotipo de un escorpión- y
que llevaba cadenas de oro mirándole con el rostro babeante.
Una vez más el destino se había vuelto a
reír de él. Edd comenzó a forcejear
contra la bestia mientras el coche avanzaba.
- ¡Quita, aparta tus sucias manos de mi!
–gritó Edu-.
- ♪♪♪Mi cuerpo alegre caaaminaaa, porque
de ti llega la ilusioooón… ♪♪♪ -en mitad del forcejeo, Eduardo había activado
el reproductor de música del vehículo sin darse cuenta con la rodilla-.
Estaba tan centrado en la pelea contra el charli mientras sonaba del fondo Como el agua –de Camarón- que cuando
quiso darse cuenta un gato negro había invadido la carretera. Inconscientemente,
pegó un volantazo para no llevarse por delante al pobre animal, golpeando de
lleno contra los restos de una rotonda en obras a medio construir que se
encontraba más adelante. El impacto fue tan fuerte que el cani salió disparado
por la ventana mientras el pobre Edu -que
si llevaba puesto el cinturón- perdía el conocimiento a la vez que el coche
daba tres bruscas vueltas de campana antes de acabar volcado sobre la calzada.
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Un saludo a todos los mejicanos que me leen desde aquí. En ningún momento escribí este capítulo intentando ofender a nadie.
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